La historia política de la provincia de Buenos Ayres ha sido, desde su origen, una disputa por el sentido del territorio. No se trata únicamente de geografía ni de administración, sino de símbolos, de orientación y de mirada. La actual localización del poder político provincial, anclada en la cercanía al Río de la Plata y bajo la gravitación metropolitana de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, ha condicionado durante más de un siglo y medio la forma de pensar, gestionar y concebir el desarrollo bonaerense.
Trasladar la capital a Junín no es una ocurrencia ni una simple decisión administrativa: es un acto simbólico de ruptura estructural, una operación de reordenamiento cultural, económico y político que apunta a desplazar el centro de gravedad de la provincia desde la periferia portuaria hacia el corazón de su territorio productivo.
Las capitales no sólo concentran edificios públicos, sino significados. Son el punto donde el poder se representa a sí mismo y organiza el relato de su legitimidad. Mantener la capital provincial tan próxima a la ciudad-puerto -centro del viejo orden mitrista, liberal y extractivista- implica conservar su imaginario centralista y atlántico. Trasladarla a Junín significaría restituir el sentido federal del espacio bonaerense. No sería un simple desplazamiento geográfico, sino un gesto fundacional que redefine la escala de decisión, acercando la institucionalidad a la producción y al trabajo, no al intercambio especulativo ni a la lógica de la rosca política.
Junín, en el centro de la pampa húmeda, representa un punto estratégico en la red ferroviaria, vial e hídrica de la provincia. Desde allí se articulan las rutas que comunican la región pampeana, el corredor agroindustrial del noroeste, la cuenca lechera central, el litoral fluvial y los puertos marítimos del sur. Convertirla en capital implica federalizar la infraestructura estatal, permitiendo que el Estado observe y decida sobre el proceso productivo sin intermediaciones. Desde un punto de vista técnico, ello favorecería la descentralización administrativa, reduciría costos logísticos, optimizaría la conectividad territorial y generaría un nuevo polo de atracción demográfica que equilibraría el gigantismo del AMBA.
Pero el efecto más profundo sería simbólico: la administración provincial dejaría de mirar al mar para volver a mirar al campo, al ferrocarril, a la industria y al trabajo. El traslado de la capital operaría como un gesto de reparación cultural, restableciendo la correspondencia entre territorio y representación política. Sería un acto de justicia espacial: devolver al interior bonaerense el protagonismo que la metrópoli le arrebató mediante leyes, decretos y manipulación mediática.
Desde una perspectiva política y federal, Junín permitiría consolidar una estructura de gobierno verdaderamente territorial, donde las regiones político-productivas funcionen como nodos de planificación coordinada. Se fortalecería así un federalismo interno, indispensable para quebrar la dependencia estructural respecto de la Capital Federal y para construir una gobernabilidad basada en la producción, el trabajo y el conocimiento aplicado al desarrollo provincial.
El traslado de la capital bonaerense a Junín sería una señal inequívoca de que el poder está dispuesto a moverse físicamente, a abandonar la comodidad metropolitana para asumir la incomodidad creativa del territorio. El impacto político sería inmediato: las estructuras burocráticas se verían obligadas a interactuar con la realidad productiva; los ministerios dejarían de estar a minutos de los despachos porteños y de la influencia constante de los grandes medios capitalinos.
En términos históricos, el acto equivaldría a una refundación simbólica del Estado bonaerense, como en su momento lo fue la creación de La Plata en 1882, aunque con una diferencia sustancial: aquella ciudad fue construida para consolidar el modelo liberal de exportación; Junín, en cambio, puede erigirse como la capital del modelo federal, productivo y bioceánico del siglo XXI.
El traslado de la capital no resolverá por sí solo los males estructurales de la provincia, pero introducirá un cambio de sentido: el poder dejará de estar donde siempre estuvo. Y cuando el poder se desplaza, el pensamiento se reorganiza. Ese es el impacto simbólico más temido por los administradores del coloniaje: que la provincia piense desde su centro y no desde la periferia.
Solo entonces Buenos Ayres dejará de ser una extensión administrativa del puerto para convertirse en lo que alguna vez soñaron sus hombres más lúcidos: una provincia federal, organizada y consciente de su propio destino.
Luis Gotte
Mar del Plata
luisgotte@gmail.com
Coautor de Buenos Ayres Humana I: la hora de tu comunidad (Ed. Fabro, 2022); Buenos Ayres Humana II: la hora de tus intendentes (Ed. Fabro, 2024); y en preparación: Buenos Ayres Humana III: La Revolución Bonaerense del Siglo XXI, las Cartas Orgánicas municipales.