El neocolonialismo, con sus consecuencias de subdesarrollo y dependencia, necesita para perpetuarse que carezcamos de historia, de heroísmo y de referentes propios. Por eso antes recuperamos figuras como Mosconi y Newbery, así como a los grandes pensadores nacionales —Jauretche, Scalabrini Ortiz y Hernández Arregui—. Ahora es el turno de Jorge Edgar Leal.

Su nombre es desconocido para la inmensa mayoría de los argentinos, incluso entre quienes adhieren al movimiento nacional. Igualmente ignota resulta la Operación 90, cuyo éxito —del que el 10 de diciembre de 2025 se cumplen sesenta años— constituyó una de las mayores gestas argentinas en la Antártida.
A continuación, presentamos esta hazaña y a su protagonista principal, quien sin dudas debe ser ubicado junto a los militares del siglo XX comprometidos con el desarrollo y la soberanía nacional, tales como Enrique Mosconi, Manuel N. Savio, Juan Ignacio San Martín, Alonso Baldrich, Juan D. Perón, Juan Pistarini, Hernán Pujato, E. Osvaldo Weiss, Juan. E. Guglialmelli, Florentino Díaz Loza, entre otros. Se trata de la línea sanmartiniana de las Fuerzas Armadas, que debemos reivindicar y recuperar para construir la Argentina grande que anhelamos.
Artículo publicado en Agencia Paco Urondo el 9 de diciembre de 2025.
El contexto
Jorge Edgar Leal nació en 1921 en Rosario de la Frontera, Salta, en el extremo noroeste argentino. Ingresó de joven al Colegio Militar de la Nación y desarrolló una carrera sin sobresaltos hasta que llegó a sus oídos la noticia de que el general Hernán Pujato, a cargo del recientemente creado Instituto Antártico Argentino (IAA), necesitaba oficiales. Fue entonces, a inicios de la década del cincuenta, cuando su vida dio un giro inesperado. Desde la tierra de Güemes partió, con poco más de treinta años de edad, hacia misiones de frontera en las regiones más australes del país. A partir de ese momento, su destino quedó para siempre ligado al continente blanco.
El gobierno justicialista fue decisivo para el reclamo argentino de soberanía sobre una porción de la Antártida y mares adyacentes. Desde 1943, cuando Gran Bretaña lanzó la Operación Tabarín, la tensión en el sur se intensificó: la pérfida Albión buscaba fortalecer su presencia para sostener sus exigencias sobre un espacio que abarca la totalidad del territorio pretendido por Chile y Argentina. El presidente Perón tomó cartas en el asunto e inició una etapa de crecimiento y consolidación de la presencia nacional en la región antártica. En ese sentido, una de sus decisiones paradigmáticas fue la implantación en 1946 del mapa bicontinental de la Argentina (el mismo que en 2010 fue declarado obligatorio para el uso en organismos públicos). Más adelante, en 1951, se puso en marcha el IAA dentro del Ministerio de Asuntos Técnicos, siendo el primer organismo científico antártico del mundo. Y el mismo año se estableció la base San Martín, la primera continental al sur del Círculo Polar.
Fue en ese contexto que Hernán Pujato seleccionó a Jorge E. Leal para fundar una nueva base del Ejército en la Antártida. Así fue que, en 1953 y con escasos medios, el joven oficial de Caballería estableció la base Esperanza —que hoy constituye un pequeño poblado y alberga la primera y única escuela del continente—. Luego cumplió funciones en la base San Martín y en la base Belgrano I. Este último destino le fue asignado tras el golpe de 1955 y la destitución de Pujato debido a sus vínculos con el peronismo. A partir de entonces, Leal se convirtió en la figura central del Ejército en la Antártida, llegando a ocupar el cargo de Director Nacional del Antártico (DNA) tras su creación en 1969.
A fines de la década de 1950 se establecieron internacionalmente las bases del régimen jurídico antártico. Luego del Año Geofísico Internacional (1957-1958), se avanzó en la firma del Tratado Antártico (1959). Leal participó activamente en este proceso crucial para la historia del continente blanco y para la defensa de la posición argentina en la mesa de negociación. Nuestro país había sido pionero en la exploración de la región, con hitos indiscutibles como la presencia permanente desde 1904 en la base Orcadas, la más antigua del continente.
Sin embargo, requería alcanzar un objetivo simbólicamente decisivo: ser una de las naciones capaces de llegar al Polo Sur. Noruega, Gran Bretaña, la expedición transantártica de la Commonwealth y los Estados Unidos —que en 1957-1958 establecieron la base Amundsen-Scott en el propio vértice sur del planeta— ya lo habían logrado. Por eso, a comienzos de los años sesenta, la Argentina se propuso alcanzar también esa meta.
La preparación
Antes de la excursión terrestre, se realizaron dos viajes al Polo Sur por aire. Primero, fue la Armada la que a inicios de 1962 logró aterrizar dos aviones C-47 de la Aviación Naval, izando por primera vez la bandera argentina en el extremo austral del mundo. Segundo, fue la Fuerza Aérea la que repitió la proeza en noviembre de 1965, con tres aviones, uno los cuales continuó viaje hasta la base McMurdo de los Estados Unidos, atravesando todo el continente y constituyéndose en el primer vuelo transpolar argentino. Ambos fueron logros significativos y los datos cartográficos que aportaron fueron de importancia ya que el territorio entre el Mar de Weddell y el polo era prácticamente desconocido.
Pero el verdadero desafío era lograr llegar por tierra, tarea que fue encomendada al Ejército y, en particular, a Jorge E. Leal. Durante tres años, el coronel trabajó en cada detalle. A fines de 1963, desde la base Belgrano se iniciaron los estudios de terreno para definir posibles rutas hacia el interior de la meseta antártica. Esa planificación incluía establecer una base de apoyo intermedia —aproximadamente a los 83° de latitud sur— equipada con provisiones, combustible y material técnico.
Para la travesía se seleccionaron seis tractores snow-cat, capaces de desplazarse sobre la nieve y arrastrar trineos cargados de suministros. También se definieron el vestuario, el equipamiento, las herramientas mecánicas y la composición del grupo. La correcta selección del personal era fundamental: en un entorno tan extremo no solo se ponía a prueba la preparación técnica, sino también la fortaleza anímica de cada integrante.
Debe tenerse en cuenta que, tras la firma del Tratado Antártico, la expedición debía poseer un carácter eminentemente científico. Por ello se trasladó personal especializado y equipos destinados a realizar mediciones en glaciología, meteorología y gravimetría. Sin embargo, la misión también respondía a un objetivo estratégico fundamental: afirmar la capacidad argentina de alcanzar todos los rincones del territorio que considera propio en la Antártida. No se trataba sólo de una hazaña exploratoria o de un proyecto científico, sino también de un acto deliberado de soberanía territorial.
La expedición
El 26 de octubre de 1965 comenzó la Operación 90. A partir del reconocimiento aéreo se tenía una idea general del terreno, pero aún se ignoraban sus peligros concretos; por eso el avance debía ser lento y extremadamente cuidadoso. El equipo, integrado por diez hombres, partió desde la base Belgrano situada en la Barrera de Hielos Filchner. Hasta el Polo Sur los separaban unos 1.500 kilómetros mayormente desconocidos.
Es fundamental destacar el papel de la patrulla que abrió camino —la llamada Patrulla 82, compuesta por cuatro hombres con trineos tirados por perros— que cartografió montañas desconocidas (como el cordón Santa Fe) y marcó una ruta segura evitando grietas y zonas intransitables. El 4 de noviembre, la patrulla de apoyo y la columna de asalto se reunieron en base Sobral —instalada ese mismo año como base científica avanzada— donde realizaron mantenimiento mecánico.
La dureza de la travesía quedó registrada en el informe de viaje de Leal, así como en numerosos relatos posteriores: grietas enormes, tormentas, frío extremo y situaciones de riesgo. De hecho, uno de los mecánicos resultó herido en Sobral y debió ser reemplazado, lo cual alteró la composición del grupo, aunque no detuvo la misión. En la Antártida, por aquellos tiempos, incluso una lesión menor podía convertirse en una amenaza grave.
Desde base Sobral continuaron hacia la meseta, enfrentando ventiscas, grietas y la vastedad implacable del continente blanco. La columna principal avanzó con seis tractores snow-cat, que remolcaban trineos cargados con provisiones, combustible y equipos. El trayecto fue duro: tormentas constantes, temperaturas inferiores a –30 °C, luz permanente del verano polar y un terreno traicionero con grietas capaces de engullir un convoy completo. Por lo que el esfuerzo físico y mental es muy alto, con largas marchas, desgaste permanente de la maquinaria y condiciones meteorológicas severas. A ello se sumaban dificultades de orientación, ya que la brújula no funciona en esas latitudes y durante el día polar no pueden usarse las estrellas. Además, el fenómeno del “blanqueo antártico” —la ausencia total de sombras por la reflexión uniforme de la luz— eliminaba el contraste y la percepción de profundidad, generando desorientación y riesgos permanentes.
Luego, en medio de la nada, en la inmensidad del continente blanco, llegó un nuevo problema: el hielo. Cuenta Alfredo Pérez, el último sobreviviente de la expedición, que “no teníamos experiencia en la altura. Siempre trabajamos en el llano. Nuestros esquíes estaban hechos para operar en la nieve. Pero cuando alcanzamos los 1200 metros de altura se acabó la nieve y apareció hielo… ¡y el hielo nos rompió los patines de los trineos en los que llevábamos la carga! De pronto, entendimos que teníamos que volver, no nos quedaba otra, porque no teníamos donde llevar la nafta. Imagínese, habíamos hecho ya casi 600 kilómetros… Los trineos no estaban preparados para suelo duro, eran para nieve. Y a nosotros ni se nos ocurrió que íbamos a encontrar hielo”.
Sin embargo, cuando estaban por bajar los brazos, encontraron una solución muy argentina para su problema. ¡Lo ataron con alambre! Continúa Pérez: “estuvimos dos días soldando con la autógena, atando con alambre y con soga. Así logramos recuperar cinco trineos y pudimos seguir. A partir de ahí bajamos aún más la velocidad, anduvimos con muchísimo cuidado, despacito”.
Finalmente, tras 45 días, el 10 de diciembre de 1965 el grupo alcanzó el Polo Sur. Por primera vez en la historia, la Argentina llegó por tierra con su bandera al extremo austral de su territorio: 7.582 kilómetros al sur de La Quiaca. El equipo que alcanzó el Polo Sur bajo el mando del coronel Leal estuvo formado por diez integrantes: Jorge Edgar Leal (jefe del grupo), Gustavo Adolfo Giró (segundo jefe y responsable de las tareas científicas), Ricardo Bautista Ceppi (suboficial principal, mecánico), Julio César Ortíz y Alfredo Florencio Pérez (sargentos ayudantes, mecánicos), Jorge Raúl Rodríguez, Roberto Humberto Carrión, Adolfo Oscar Moreno y Domingo Zacarías (sargentos primeros, mecánicos, topógrafos y comunicaciones), y Oscar Ramón Alfonso (cabo, patrulla).
Tras cinco días de recuperación en la base Amundsen-Scott (¡luego los estadounidenses mandaron el gasto de comida a la embajada argentina!), el 15 de diciembre iniciaron el regreso, que fue más rápido al recorrer un camino conocido. El 31 de diciembre estaban de vuelta en la base Belgrano. La expedición completa duró 66 días y recorrió cerca de 2.980 kilómetros, llegando al vértice absoluto del país: el extremo del mundo.
El legado
Argentina se convirtió en el primer país en alcanzar el Polo Sur partiendo del mar de Weddell y regresando a él, siempre dentro del Sector Antártico Argentino. Además del valor simbólico y político, la misión dejó un legado científico significativo: durante la marcha se realizaron observaciones geológicas, gravimétricas y meteorológicas que aportaron información inédita sobre una de las zonas menos conocidas del continente.
Pero la cuestión de fondo de la Operación 90 no era simplemente explorar: era ejercer soberanía. Para Leal, la expedición representaba la prueba concreta de que la Argentina poseía la capacidad técnica, logística y humana para alcanzar “los últimos reductos” de su territorio antártico. Para él, la misión tenía un propósito central: “afirmar la capacidad argentina de alcanzar todos los rincones de lo que considera su territorio soberano, fortaleciendo los derechos de soberanía que el país esgrime en la Antártida Argentina.” Al llegar al Polo Sur por tierra, el país demostró que podía conectar su presencia efectiva con el extremo más remoto de la Tierra.
La gesta consagró a Leal —hasta su fallecimiento en 2017— como uno de los grandes referentes de la Antártida Argentina, junto a Hernán Pujato, a quien siempre reivindicó. Y su compromiso no terminó con la expedición: continuó participando en políticas de presencia y apoyo logístico, impulsando la defensa de los derechos argentinos en el sistema antártico e integrando debates sobre el futuro de la región. Su figura encarna la voluntad de una nación de llevar su bandera hasta los confines del mundo, aun con recursos limitados, sacrificio y determinación. La Operación 90 dejó una huella indeleble en la historia antártica nacional.
Dos elementos más deben ser resaltados sobre Jorge E. Leal. Por un lado, en sus escritos y declaraciones, insistió en una visión americana del continente blanco. Sostenía que esa parte de la Antártida corresponde “a todos los países sudamericanos que tengan interés en ir”, es decir, una Antártida sudamericana, vinculada geológica y geográficamente al continente por la continuidad de la cordillera de los Andes. De este modo, rechazaba las pretensiones británicas sobre los territorios antárticos reclamados por Chile y Argentina.
Por otro lado, destacó por su defensa de la democracia. Mantuvo una postura crítica frente a los sucesivos golpes de Estado, así como hacia los gobiernos militares. Postura que en tres oportunidades le significó ser detenido por sus colegas de armas. Tras el retorno democrático, en 1984, fue uno de los cofundadores del Centro de Militares para la Democracia Argentina (CEMIDA), del cual fue su primer presidente.
Hoy, cuando una parte importante de las Fuerzas Armadas asume el triste papel de acompañar y celebrar la entrega absoluta de la soberanía por parte del gobierno de Javier Milei, es más importante que nunca recuperar para las nuevas generaciones la historia de Jorge Leal, del CEMIDA y de tantos militares de la línea sanmartiniana que alguna vez dieron gloria a la Argentina.
Fuentes
Jorge Edgar Leal escribió un informe donde narra día por día los avatares de la expedición. El libro se titula Operación 90 y fue editado en 1976 por el Instituto Antártico Argentino. Se encuentra disponible en la Biblioteca Pública de la UNLP. Además, pueden consultarse las entrevistas de 2013 a Leal en el portal Educ.ar y de 2024 a Alfredo Pérez en La Nación. En 2017, año del fallecimiento de Leal, aparecieron varias notas en la prensa alusivas a su vida y obra, tales como la del Centro Cultural Argentino de Montaña, La Nación e Infobae. Por último, sobre el contexto, recomendamos el libro “La pugna antártica”, de Pablo Fontana, y la línea histórica publicada en la página web de la Dirección Nacional del Antártico. En el Museo Antártico “General de División Hernán Pujato” se puede observar parte de los equipos y vestuario utilizados en la Operación 90.




































































