Hay símbolos que, con el tiempo, se desvanecen. La bandera amarilla es uno de ellos.
Durante generaciones fue una señal temida: anunciaba cuarentena, enfermedad, peligro. Era el recordatorio silencioso de la fiebre amarilla, que avanzaba sin tregua y podía arrebatar miles de vidas en pocas semanas.
En ese contexto de incertidumbre, en 1881, un médico cubano de espíritu incansable, Carlos Finlay, cambió para siempre la historia de la salud pública. A los 47 años presentó sus investigaciones sobre la transmisión de la fiebre amarilla y reveló el rol del mosquito Aedes aegypti.
Su descubrimiento abrió el camino a campañas de prevención que salvaron millones de vidas. Su legado, basado en la ciencia y la valentía intelectual, aún ilumina el trabajo médico de hoy.
Por eso, en la Argentina, el 3 de diciembre fue adoptado como fecha para celebrar el Día del Médico, en homenaje a su nacimiento. Una decisión que reconoce no solo a Finlay, sino a todos los profesionales que, día tras día, transforman conocimiento en cuidado, y compromiso en vida.
Nuestro país también guarda un orgullo difícil de igualar: tres Premios Nobel que expandieron las fronteras de la medicina.
Bernardo Houssay, pionero en la comprensión del metabolismo y las funciones hormonales.
Luis Federico Leloir, descubridor de los nucleótidos de azúcar, claves para la biosíntesis.
César Milstein, creador de una revolución científica con sus investigaciones sobre anticuerpos monoclonales.
Ellos demostraron que la ciencia argentina puede cambiar al mundo.
Hoy, al celebrar el Día del Médico, honramos esa tradición de entrega, estudio y humanidad.
Honramos a quienes sostienen nuestro sistema de salud, a quienes acompañan en los momentos más difíciles y a quienes, con cada gesto, recuerdan que la medicina es, ante todo, un acto profundo de servicio.
































































