“No abordamos cuestiones de fe, sino procesos geopolíticos.”
Nuestra reflexión no cuestiona la experiencia espiritual individual ni discute dogmas teológicos. Respetamos profundamente la fe de cada compatriota. Pero cuando la religión deja de ser refugio del pueblo y pasa a funcionar como dispositivo de poder, cuando se convierte en herramienta de ingeniería social y cultural al servicio de intereses extranjeros, el silencio deja de ser prudencia y se transforma en complicidad, en traición.
Durante las últimas décadas, la Argentina ha sido sometida a un proceso sistemático de deconstrucción de sus pilares identitarios. El hispanismo fue reducido a genocidio; el federalismo, a barbarie; el radicalismo, a impotencia; el peronismo, a fascismo caricaturesco. Hoy, el ataque avanza sobre un plano más profundo y decisivo: la fe fundante de la comunidad nacional, la tradición católica que acompañó -con luces y sombras- la organización y la unidad del pueblo argentino.
En este escenario emergen figuras promovidas por operadores políticos, sindicales y mediáticos que impulsan un modelo espiritual de matriz norteamericana, desarraigado de la historia, la comunidad y la noción misma de pueblo. El caso de Dante Gebel resulta paradigmático. Predicador pentecostal nacido en la Argentina, su trayectoria se inscribe en una genealogía ideológica ligada al pastor liberal Juan Carlos Ortiz, discípulo de Tommy Hicks, el primer evangelista pentecostal que desembarcó en el país durante el gobierno del Gral. Juan Perón.
La llegada de Hicks no fue un episodio religioso aislado: fue el primer ensayo serio de colonialismo espiritual norteamericano, orientado a fracturar la centralidad cultural del catolicismo popular argentino. No se trataba solo de “otra fe”, sino de otra antropología, otra concepción del individuo, del éxito, del sufrimiento y de la comunidad.
Este fenómeno se inscribe en una estrategia geopolítica de largo plazo. Desde la Doctrina Monroe hasta el ALCA, Estados Unidos buscó subordinar a América Hispana por medios económicos y políticos. Fracasados esos intentos de manera explícita, la ofensiva se desplazó al plano cultural y espiritual. A lo largo del S. XX, la industria cultural norteamericana absorbió corrientes críticas europeas -incluidas lecturas derivadas de la Escuela de Frankfurt-, reconvirtiéndolas en tecnologías de fragmentación social, hoy fusionadas con un evangelismo liberal, emocional y despolitizado, de alcance continental.
Lo más grave es que sectores que se autoperciben como “peronistas” promueven estas figuras como alternativa política nacional, negando la raíz doctrinaria del justicialismo, históricamente vinculada a la Doctrina Social de la Iglesia y a la idea de Comunidad Organizada. No se trata de una simple desviación electoral, sino de una ruptura ideológica profunda que vacía al peronismo de su contenido humanista, cristiano y comunitario.
Desde la muerte de Juan Domingo Perón, la Argentina atraviesa una crisis estructural de conducción. Esa orfandad política dejó al país expuesto a ofensivas externas de nuevo tipo. Si la Iglesia se repliega en una espera pasiva de la providencia y si el peronismo no se reorganiza expulsando de su seno a quienes han sido funcionales a la deconstrucción nacional, el resultado será la disolución de los últimos vínculos comunitarios que sostienen a la Nación.
Este no es un debate sobre creencias personales. Es una discusión sobre soberanía cultural, sobre el uso de la religión como arma geopolítica, sobre la sustitución del pueblo organizado por una suma de individuos emocionalmente administrados.
Defender la comunidad católica -no como institución cerrada, sino como matriz histórica de sentido colectivo- es inseparable de defender la soberanía nacional. Cuando la fe se convierte en territorio ocupado, la patria ya ha comenzado a perderse.
“Si la fe se convierte en campo de batalla geopolítico, la patria no puede quedarse de brazos cruzados.”
Luis Gotte
La trinchera bonaerense






































































