El histórico abrazo entre Juan Perón y Ricardo Balbín, el 19 noviembre de 1972, no fue una escenografía armada ni un gesto aislado: fue una decisión política de enorme profundidad.
En un país desgarrado por décadas de enfrentamientos, proscripciones y violencias cruzadas, ese abrazo condensó una señal potente: dos conductores que habían estado en veredas opuestas, incluso enfrentados con dureza, reconocían que la Nación estaba por encima de sus diferencias. En aquel contexto de fragilidad institucional y tensión social, el gesto fue un llamado a la madurez política, al reencuentro y a la responsabilidad histórica.
El significado central de aquel abrazo no fue la reconciliación personal, sino la comprensión de que sin acuerdos básicos no hay país que pueda sostenerse. Perón hablaba de “unidad nacional” como estrategia de supervivencia de la Argentina; Balbín, por su parte, comprendía que la legitimidad política debía reemplazar definitivamente a la proscripción. Ambos entendieron que el conflicto permanente no construye futuro, y que gobernar exige grandeza, previsión y la capacidad de reconocer al otro como parte necesaria del proyecto colectivo.
Hoy, cuando la política argentina parece fragmentada entre insultos, marketing y lógicas de demolición, ese abrazo nos recuerda que el adversario no es un enemigo y que ningún dirigente, por poderoso que se crea, puede conducir una nación fracturada. Para la provincia de Buenos Aires -territorio clave donde conviven todas las tensiones económicas, sociales y culturales del país- la lectura es aún más fuerte: sin acuerdos transversales, sin diálogo productivo y sin un horizonte compartido, no hay reforma posible y no hay desarrollo real.
La enseñanza del abrazo Perón–Balbín para el presente es clara: la Argentina necesita recuperar la cultura del ACUERDO. No un PACTO de cúpulas, sino un compromiso profundo que ordene la política y priorice al pueblo por encima de las identidades partidarias. Los bonaerenses, que padecemos a diario los efectos del centralismo, la desigualdad territorial y la ausencia de un proyecto provincial propio, deben leer ese gesto como un llamado a construir acuerdos para generar las mayorías que permitan transformar la provincia en una verdadera locomotora federal.
Así como en 1972 estos dos conductores entendieron que el país estaba primero, hoy la dirigencia tiene la obligación histórica de reencontrarse, debatir sin odio y acordar un rumbo común. Solo así la Argentina dejará de repetirse en su crisis cíclica y podrá caminar, de una vez por todas, hacia una comunidad política madura, justa y organizada.
Luis Gotte
la trinchera bonaerense


































































