El ataque británico al buque fue ordenado hace 43 años por Margaret Thatcher. Provocó casi la mitad de las bajas sufridas por la Argentina en medio de la Guerra de Malvinas.

Habían pasado apenas las cuatro de la tarde. La madrugada había sido confusa: lo que el día anterior parecía una orden clara para ser protagonista de un ataque al enemigo se había convertido, entre la una y las seis de la mañana, en la advertencia sobre un posible cambio de rumbo al principio y la seguridad sobre ese cambio en las primeras horas de ese 2 de mayo.
A la tarde de ese día, el buque ARA General Belgrano ya había reorientado su dirección para volver a una posición más de espera que de avance sobre las fuerzas británicas. Pero dos minutos después de las cuatro de la tarde el destino de esa embarcación con casi 1.100 hombres a bordo cambió. Para siempre y trágicamente.
El primer torpedo submarino impactó casi en el centro de ese buque que había navegado por primera vez en 1938, cuando pertenecía a la Armada de los Estados Unidos, y que ahora formaba parte de las fuerzas argentinas en plena Guerra de Malvinas. Fue el más letal de los dos disparos británicos que impactaron en el buque y que lograrían hundir a ese gigante naval de 180 metros de eslora en apenas 58 minutos. En ese ataque morirían casi la mitad de los hombres argentinos que cayeron durante el enfrentamiento bélico de 1982.
Un buque con tres nombres
Antes de llamarse ARA General Belgrano tuvo otros dos nombres. En Estados Unidos fue el USS Phoenix. En su primer viaje, hace casi noventa años, Buenos Aires fue una de sus paradas, aunque todavía la Argentina no formara parte de su historia. Como parte de las fuerzas norteamericanas, sobrevivió al bombardeo japonés a la base de Pearl Harbour durante la Segunda Guerra Mundial.

Algunos años después del fin de esa contienda, la Armada Argentina compró el buque. Fue en 1951, durante el primer gobierno peronista, que lo nombró ARA 17 de Octubre en alusión a la fecha fundacional del movimiento encabezado por Juan Domingo Perón.
El nombre cambió por última vez durante la autoproclamada Revolución Libertadora: fue a bordo del buque que se negociaron las condiciones de la entrega del poder a la dictadura que acababa de iniciarse, en septiembre de 1955. El vicealmirante Isaac Rojas fue el que impuso que la embarcación pasara a llamarse con el nombre que mantiene hasta hoy, ARA General Belgrano.
Una vez al año, el buque entraba en mantenimiento. En 1978 fue parte de la Operación Soberanía que estuvo a punto de invadir islas chilenas durante el conflicto por el canal del Beagle que mantuvieron Argentina y Chile. El papa Juan Pablo II estuvo al frente de las operaciones para detener el enfrentamiento, que finalmente no llegó a estallar.
En 1982, tras el desembarco de las tropas argentinas en las Islas Malvinas, el ARA General Belgrano fue incorporado a las fuerzas que se enfrentarían a la Task Force británica. Se le asignó como tarea apostarse en la Isla de los Estados para custodiar Malvinas y el movimiento de las tropas del Reino Unido desde el sudoeste. Allí esperaría instrucciones más precisas, que llegaron finalmente el 1º de mayo, primero con ánimo de ser ofensivos y, unas horas después y en medio de la disminución del movimiento de los portaaviones ingleses, con el objetivo de replegar ese potencial ataque. En ese redireccionamiento estaba el buque durante la tarde del 2 de mayo.
Un ataque sin precedentes
El submarino británico HMS Conqueror vio por el periscopio que tenía el ARA General Belgrano a su alcance. Margaret Thatcher, premier británica, estaba reunida con su gabinete en Chequers, la residencia de campo que le correspondía por su rol, a unos 65 kilómetros de Londres. De esa reunión salió la orden de que el Conqueror disparara sus torpedos contra las embarcaciones argentinas a las que apuntaba, especialmente el buque mayor. Navegaban cerca el ARA Bouchard y el ARA Piedrabuena.

A las 16.02 las órdenes de Margaret Thatcher empezaron a convertirse en tragedia para las tropas argentinas. A las 17.00 el buque de 180 metros de largo estaría hundido, así que los tripulantes que sobrevivieron a los dos torpedos contaban con menos de una hora para intentar salvar sus vidas. El ARA General Belgrano es hasta hoy la única embarcación hundida por un submarino nuclear durante una guerra.
El primer torpedo mató, entre otros, a los únicos dos civiles que estaban embarcados. Trabajaban en la cantina de la nave y se habían negado a desembarcar una vez que supieron que el buque entraba en misión de guerra. Había, además, 1.091 tripulantes de la Armada Argentina. Murieron 323 de esas personas, entre los que perdieron la vida por el impacto de los dos torpedos disparados desde el Conqueror y los que no resistieron una evacuación de 21 horas en balsas, en medio de una tormenta en el mar prácticamente helado.
Los días en el ARA General Belgrano
Esas 1.093 personas que abordaban el buque en mayo de 1982 eran una cantidad extraordinaria: habitualmente se embarcaban entre 750 y 800 hombres. Pero una guerra supone circunstancias especiales, por eso aumentó la cantidad de tripulantes. Formaron tres equipos que cumplían turnos de 8 horas cada uno, lo que permitía que el buque se mantuviera completamente en funciones durante todo el día y toda la noche.
El buque comprado en 1951 encabezaba una misión que también ocuparía al Bouchard y al Piedrabuena. La inclusión del ARA General Belgrano en las tropas argentinas se había mantenido completamente en secreto para tener a favor el factor sorpresa, según contó el comandante Héctor Bonzo, a cargo de la nave, tras su hundimiento.

El buque contaba con la mayor tecnología médica posible entre las embarcaciones que participaban en la contienda, y también se trataba de una nave capaz de trasladar a un número de tripulantes especialmente significativo. Por eso también sería tan grave el hundimiento: en ese ataque, la Argentina sufrió casi la mitad de las bajas de todas las que padeció durante la Guerra de Malvinas.
58 minutos para huir de la muerte
De los 323 muertos que hubo tras la decisión británica de disparar torpedos contra el ARA General Belgrano, 274 murieron por el impacto del primer disparo. El humo en la zona más afectada por el torpedo hizo que los tripulantes, ayudados con sus linternas, no vieran más allá de los 30 centímetros que tenían delante suyo.
La energía eléctrica se cortó inmediatamente, y el segundo torpedo, que impactó apenas unos instantes después, terminó de complicar ese escenario: afectó a los equipos de generación eléctrica de emergencia. Además, por el lugar en el que afectó al barco, hizo que este empezara a inclinarse, lo que aceleró su hundimiento.
Mientras tanto, el ARA Bouchard recibía un torpedo que, aunque lo golpeó, no detonó, y el ARA Piedrabuena vio pasar el cuarto torpedo disparado por el Conqueror, pero de lejos. Bonzo, después de sobrevivir a la tragedia, aseguró que tanto el ARA General Belgrano como el Conqueror habían sido naves utilizadas durante la Segunda Guerra Mundial, y eso implicaba que sus tecnologías fueran de una misma época. Los torpedos que disparaba una eran absolutamente capaces de destruir a la otra.
Con el buque herido de forma irreversible, a los tres minutos del ataque se declaró el estado de emergencia e inmediatamente se ordenó abrir las puertas que permitían acceder a la cubierta porque esa sería la forma de evacuar la nave lo más rápido posible. Las instrucciones para la evacuación fueron más a los gritos -aunque muy ordenadamente- y con megáfonos individuales que con parlantes: la falta de electricidad no permitía usarlos.

A medida que corrían los minutos, el área de enfermería atendía a los tripulantes que habían sufrido quemaduras por el impacto de los torpedos. Todos los que eran atendidos recibían abrigo extra porque se sabía que el paso siguiente sería subirse a una balsa en el mar completamente gélido. Además de quemados había que atender a tripulantes que atravesaban un principio de asfixia por el humo que habían dejado las explosiones.
Los tripulantes que trabajaban en el área de sanidad corrían por todo el buque: revisaban que no hubiera quedado nadie herido en los camarotes y evacuaban el área de enfermería en la que, antes de los impactos, había tripulantes atravesando algún cuidado sanitario. Debían asegurarse de que nadie quedara en el buque en medio de esa evacuación vertiginosa.
Apenas 21 minutos después de que el primer torpedo hiriera de muerte al ARA General Belgrano, el comandante Bonzo ordenó a su tripulación empezar a abandonar la nave. A las 16.23, la maniobra de abandono estaba en marcha. Había 72 balsas salvavidas, diez más de las que se requerían por la cantidad de tripulantes que tenía el buque. Las instrucciones se retransmitían a los gritos: no había otra forma de comunicarse.
Muchos de los tripulantes llegaban a la cubierta para abandonar el buque cargados por compañeros, sobre sus hombros: eran los que estaban heridos en peores condiciones. El jefe del área médica aplicó morfina a los casos más graves para ayudarlos a resistir la evacuación.
En medio de una marejada desafiante, la comunicación fallaba, incluso a los gritos. Eso hizo que algunas balsas quedaran subocupadas y otras, sobrecargadas. Los tripulantes ataron las balsas salvavidas en dos grupos para mantenerse lo más unidos posibles mientras esperaban el rescate. Se trataba de una forma de ser más visibles y, también, de estar juntos en medio de la tragedia. Los heridos de más gravedad, contarían después algunos sobrevivientes, atravesaban un estado de shock.

No hubo escenas de pánico en esa evacuación. En medio del hundimiento, la tripulación mantuvo el orden y también el compañerismo. Mantuvo también los rangos y las tradiciones de altamar. El comandante Bonzo debía ser el último en abandonar el buque, seguro de que todos los tripulantes que podían ser evacuados habían bajado a una de las balsas salvavidas. Ramón Barrionuevo, un suboficial, se negaba a abandonar el buque hasta que Bonzo lo hiciera. El pedido de ponerse a resguardo era recíproco y el tiempo apremiaba. Y no faltaban ejemplos a lo largo de la historia de máximas autoridades que habían tomado la decisión de hundirse con su embarcación.
Barrionuevo no iba a dejar que eso ocurriera con su comandante, así que lo instó a prometerle que él también subiría a una balsa salvavidas. Bonzo le hizo la promesa y, apenas después de que Barrionuevo evacuara el buque, el comandante hizo lo propio. Ya no quedaba nadie por salvar en ese gigante cuyo destino era el fondo del mar.
21 horas heladas y una tumba submarina
Las tareas de rescate de la tripulación del ARA General Belgrano se iniciaron enseguida. El ARA Bouchard y el ARA Piedrabuena estaban en condiciones de informar al comando mayor lo que había ocurrido con el buque que encabezaba ese grupo naval. Sin embargo, recién a las 13.00 del 3 de mayo se logró contacto visual con las balsas salvavidas que navegaban a su suerte: habían pasado 21 horas, casi un día completo, desde que el Conqueror había torpedeado la nave.
Casi un día completo y, sobre todo, una noche completamente helada. Hipotermia era el principal síntoma de los tripulantes que fueron rescatados, sobre todo en sus piernas. Algunos, heridos gravemente por las quemaduras o sufriendo ese frío inimaginable en tierra, murieron durante esas horas. Otros incluso desaparecieron en medio de la marejada.

El 5 de mayo los buques que rescataron a la tripulación llegaron a Ushuaia, y los sobrevivientes fueron trasladados a Bahía Blanca, donde los esperaban sus familias. Mientras tanto, continuaban las tareas de rescate en la zona del hundimiento: el operativo se extendió hasta el 9 de mayo para asegurarse de que ninguna balsa hubiera sido abandonada a su suerte.
Una decisión que torció el destino de la guerra
Cuando Margaret Thatcher ordenó que se dispararan los torpedos del HMS Conqueror, sabía lo que hacía. Estaba decidida a golpear un blanco sensible de la Armada Argentina, a demostrar que el Reino Unido había enviado hasta allí sus tropas para no ceder su instalación en las islas que, hasta hoy, proclama como propias y llama Falklands, a pesar del histórico reclamo argentino por la soberanía correspondiente sobre Gran Malvina y Soledad.
La documentación de guerra desclasificada varios años después de aquella decisión reveló que el objetivo era no sólo demostrar que estaban dispuestos a golpear en un punto sensible, sino también lograr una superioridad naval a través de un ataque contundente. El hundimiento del ARA General Belgrano fue un golpe irreversible para las fuerzas argentinas, que un mes y doce días después firmaron la rendición.
La operación ofensiva británica se produjo fuera de la llamada Zona de Exclusión Total (ZET), un área imaginaria de 200 millas náuticas a la redonda teniendo como punto de partida la zona central de las Malvinas. Eso fue denunciado por familiares de las víctimas del hundimiento, incluso ante cortes internacionales, como un crimen de guerra: aseguraban que fuera de la ZET no se podían producir enfrentamientos de ese tipo.
Sin embargo, incluso el comandante Bonzo aseguró años después que la ZET era más un resguardo para la explotación comercial del mar en tiempos de paz que un límite en tiempos de guerra. Y sostuvo que “el hundimiento no fue un crimen, el verdadero crimen es la guerra”. Oficialmente, la Armada Argentina no reclamó que el ataque se hubiera producido en condiciones que excedieran las reglas de lo que está permitido en medio de una contienda bélica.
El lugar en el que se encontraron los restos del ARA General Belgrano fue declarado tumba de guerra y sitio histórico nacional. Allí perdieron la vida 321 tripulantes y los dos civiles que formaban parte de un grupo decidido a defender la soberanía nacional en medio de una guerra que nadie esperaba, que buena parte de la sociedad civil apoyó y que la dictadura de Leopoldo Fortunato Galtieri intentó en medio de su crisis terminal.
PorJulieta Roffo – Infobae