Pedro Meier vive con sus dos perros y solo tiene señal de celular en la cocina. Es el único habitante de un pueblo que quedó vacío por la desaparición del ferrocarril y al que llegó hace más de medio siglo, cuando la pulpería en la que hoy recibe a puesteros, vecinos y curiosos “parecía un supermercado”. La soledad, el trabajo en el campo y los sueños de un hombre cuya historia es también metáfora de todos los demás.
Por Daniel Giarone
El cartel de las estación de trenes es un rectángulo oxidado con letras apenas legibles que hace ya demasiado tiempo fueron blancas: Quiñihual. Solo quedan tres puertas altas y cerradas, un techo colorado que termina en un alero que nadie usará para guareserse, un aviso que anuncia algún proyecto cultural. Por allí, alguna vez, pasó el tren. En ese lugar hubo voces, abrazos, uno que otro paso cansino.
Quiñinual es hoy un pueblo fantasma. Podría decirse también que es un paraje sin vida sino fuera porque justo enfrente de la estación está el almacen de ramos generales, y que allí vive Pedro Meier, el único habitante de aquella aldea que supo tener un cacique y la prosperidad del ferrocarril, la hacienda y una escuela, una canchita de fútbol y toneles con vino que llegaban desde Mendoza.
“En el paraje El Triunfo, a 17 kilómetros de acá, mi padre y mis tíos tenían campos. Cuando vendieron mi padre compró, en 1964, el almacen con 100 héctareas al fondo. Yo tenía 7 años y desde entonces vivo aquí. Pero ahora lo hago solo, ya que soy el último habitante que quedó en el pueblo”, cuenta Pedro a Télam con voz queda pero animada.
Pedro tiene hoy 64 años y no está del todo solo. Lo acompañan dos perros, Bicho y Benicio, de sólo cuatro meses; un celular que sólo funciona en la cocina, donde puso un amplifacador de señal (“Si alguien me llamó y tengo buena señal, le devuelvo la llamada, sino espero a que me llame de nuevo”); y la pampa que parece infinita pero termina en un cielo todavía más grande y diáfano, apenas interrumpido, allá lejos, por las sierras de la Ventania.
Pero la soledad también se alimenta con otros. Cada atardecer el almacen recibe a sus habitués. La vida se llena de posibilidades. “Cuando la gente deja el trabajo en el campo -cuenta Pedro- se aparece a tomar algo, a conversar, a jugar a las cartas”. Y más: “Los fines de semana a veces hacemos asado, con alguna gente de afuera, incluso algún festejo de cumpleaños”.
“Y así paso los días, las semanas, los años”, resume sin tristeza ni melancolía.
El pueblo donde vive Pedro Meier está sobre en la serranía austral de la provincia de Buenos Aires. A 502 kilómetros de la Capital Federal, a 100 de Pigué, a 55 de Coronel Suárez. Sin embargo, para poder llegar a destino las referencias son otras: hay que dejar la ruta provincial 76 y costear las vías del tren muerto durante siete kilómetros, por el camino de tierra. No hay cartel indicador, pero se está en Quiñihual.
Si el viajero llega a la mañana, o en la primera tarde, es muy probable que nadie lo reciba. Por la mañana Pedro va campo adentro a revisar la aguada y la hacienda. Por la tarde vuelve a controlar alambradas y hacer las tareas pendientes. Recien después de las cinco abrirá la pulpería. Así una y otra vez, sólo él, desde hace casi 20 años.
Pedro también se ocupa de atender a quienes movidos por la curiosidad o el interés llegan a conocer el pueblo que lo tiene como único habitante. “Llega mucha gente movida por la historia del pueblo, que quiere que le cuente cómo es la vida acá”, detalla Meier, que no es tímido pero sí “de pocas palabras”.
“Muchos quedan sorprendidos por silencio y la tranquilidad, por la belleza de la naturaleza. Es verdad que después de un par de días, quienes están muy acostumbrados al ruido y al ritmo de la ciudad, empiezan a impicientarse”, reconoce.
Juan Meier y Catalina Schuert eran descendientes de alemanes del Volga que se asentaron en la Colonia Santa María, en el actual partido bonaerense de Coronel Suárez. Allí tuvieron ocho hijos, entre los que se encuentra Pedro, quien atravesó toda su primera infancia en la colonia.
Cuando los Meier llegaron a Quiñihual, a mediados de los años 60, el pueblo y los alrrededores tenían poco más de 700 habitantes. Había una escuela, un destacamanento policial, puestos para mantener los caminos, herrería e inculso una cancha de fúbtol con su Quiñihual Football Club.
“Era como una ciudad”, recuerda Pedro. Y el almacen de ramos generales su corazón, ya que está ubicada justo enfrente a la estación de trenes, columna vertebral de la villa. Era una línea que se desprendía del ferrocarril que unía Rosario con Puerto Belgrano, en el sur de la provincia de Buenos Aires.
“En el almacén vendíamos de todo. Venían de las estancias a comprar mercadería para todo el mes. Había un movimiento como el que hoy tiene un supermercado grande. Mi padre tenía tres personas trabajando y no daban a vasto”, recuerda Pedro.
“En ese entonces se vendían muchas cosas sueltas, que había que envasar, como la yerba y el azucar. Me acuerdo que el vino llegaba en tren desde Mendoza. Y se vendía vino suelto en cantidad”, añade.
A Quiñihual llegaban campesinos, trabajadores rurales y empleados del ferrocarril. “En aquellos años -recuerda Meier- había muchos lanares y eso generaba mucha mano de obra. Coronel Pringles, a 30 kilómetros, era la capital de la lana. También se movía mucho la hacienda. Los primeros años se cargaba la hacienda en el tren, ovejas y vacas. Después llegó el camión y de a poco se fue desarmando todo”.
El progresivo reemplazo del tren por el camión transformaria el traslado de la producción a partir de los años 60. También la fisonomía nacional. El desmantelamiento del ferrocarril, que se completaría con las privatizaciones de la década del 90, sería la estocada final para cientos de pueblos. También para Quiñihual.
“El declive del pueblo empezó con la privatización del ferrocarril con el gobierno de (Carlos) Menem. Ya había poca mantención de las vías, se producían descarrilos y había menos demanda de mano de obra”, destaca Pedro.
“Cuando se privatizó afecto a muchas familias, hoy se pueden ver las casitas abandonadas. En ese momento la gente pensaba que el tren se iba a reactivar. Pero fue todo lo contrario: los despidieron a todos y empezaron a irse. En el año 95 pasaron los últimos trenes de carga”, rememora Meier.
El entonces presidente Menem inmortalizó una frase con la que intentaba quebrar la resistencia de los sindicatos al desguace de la red ferroviaria: “Ramal que para, ramal que cierra”. Y esto fue lo que ocurrió con el tren en Quiñihual. Y con el pueblo mismo. En 1948, cuando Juan Domingo Perón nacionalizó los ferrocarriles, había 47500 kilómetros de vías operativas. Hoy solo quedan unos 3800 kilometros.
“Después del cierre del ferrocarril dejaron de ir los chicos a la escuela, que también terminó cerrando. Se sumó a esto de que el campo también empezó a cambiar y a necesitar menos mano de obra, porque el cereal fue reemplazando a la hacienda, que necesitaba más trabajadores”, agrega Pedro.
“Después del cierre del ferrocarril dejaron de ir los chicos a la escuela, que también terminó cerrando”
PEDRO MEIER
Los silobolsa condenaron al abandono a los galpones del ferrocarril. Las cosechadoras y la tecnificación de la producción agropecuaria volvieron inútiles los brazos y manos campesinas. Quiñihual se iba quedando seco. Y también vacío.
La escuela siguió la suerte del tren. Cada vez había menos familias que enviaban los chicos al colegio y las aulas quedaron desiertas. “Hace como 20 años que ya no tenemos escuela acá”, sintetiza Meyer. Las clases se interrupieron definitivamente en el año 2000.
El campo se hizo cada vez más campo y el silencio, un manto que crecía junto al arroyo. Pedro vio crecer la soledad. Su primera mujer murió a los 38 años por un ACV. Después sus hijos, Jessica y Pedro, se irían a la ciudad. Ella hoy tiene 32 años y vive en Coronel Suárez. Él 34 y vive en Pringles.
Pedro se fue acostumbrando a estar consigo mismo. Acompañado por sus dos perros ve extenderse la tierra, el verde y la arboleda, el canto de los pájaros. Sin embargo, esa soledad que ya lleva décadas no lo hace un hombre huraño. Le gusta recibir a quienes llegan al almacen en buscan de un trago, de conversación, de compañía.
“En general son puesteros, peones que vienen a tomar algo, a jugar a las cartas o simplemente conversar. Los viernes también se suele organizar algún asado con una peña que tenemos en la zona”, describe.
“Alejarme de cualquier ruido es algo que no tiene precio; una paz que alimenta”
PEDRO MEIER
El “boliche” es refugio y compañía. Una pulperia en la que no sería difícil imaginar a Martín Fierro rascando la guitarra. El mostrador marrón y larguísimo, una balanza cae casi en el centro, como si estuviera suspendida del cielo; los estantes sobre la pared que está entre Pedro y el mostrador parecen no terminar nunca, capaces de ofrecerlo todo.
“A veces también se suma gente que viene de Coronel Suárez, acopiadores de cereales, compradores de hacienda, y se arma alguna guitarreada”, detalla Meier, quien cuenta además que tiene a su pareja en Pigué. “A veces viene ella y otras voy yo. Son mis escapadas”, reflexiona con una sonrisa.
Pedro dice que es feliz en Quiñihual. Asegura que es su lugar en el mundo, el sitio donde se imagina el resto de la vida. “Siento que no puedo moverme de acá. Una vez me ofrecieron comprar el almacen y las tierras y dije que no. Yo no pienso irme a ningún otro lado”.
¿Cómo es ser el último habitante de un pueblo? ¿Cómo se vive entre el silencio y la soledad? “Disfruto el silencio, que es bienestar, alivio, y de la tranquilidad del campo, de los pájaros, de los animales. Es algo tan bello que a veces no encuentro palabras para eso”, confiesa.
“También me gusta recibir gente -agrega- pero sigo necesitando del silencio, despejar la mente, pensar solo en lo que estoy haciendo, en lo que estoy viviendo, y nada más”. “Alejarme de cualquier ruido es algo que no tiene precio; una paz que alimenta”, destaca.
“Una vez me ofrecieron comprar el almacen y las tierras y dije que no. Yo no pienso irme a ningún otro lado”
PEDRO MEIER
Hay días en que Pedro va hasta el arroyo. Allí fusilaron al cacique Quiñihual. Allí el pueblo resume su obstinada resistencia a la extinsión. “Me gusta ir hasta el arroyo, ver correr el agua, mirar el paisaje. Y alejarme un poco de los problemas. Me gusta la naturaleza, tener amigos y ser feliz. No hay otra cosa”.
Pedro Meier, el único habitante de Quiñihual. El último hombre de un pueblo que se mantiene vivo gracias a él.
“Las cosas se dieron así y me quedé solo, acá, pero si mañana llegaran diez familias y se agrandara otra vez Quiñihual, si volviera a correr el tren, a ocuparse la gente, yo sería también feliz por ellos”.
La historia de Pedro. Y, de algún modo, la historia todos.